Releerse
La primera entrada de mi diario (aunque quizá debería decir de la “edad moderna” de mi diario), es de hace algo más de ocho años: sábado 7 de marzo de 2015. Y va simplemente de un día tonto de playa en invierno. Una mañana, en realidad, de sol brillante, chaquetas vaqueras y zapatos llenos de arena. 340 entradas después, sigo escribiendo.
Normalmente nunca releo nada de lo que escribo allí pero últimamente he empezado a hacerlo. Supongo que porque tenía las fuerzas suficientes. Poder leer entradas antiguas de un diario sin miedo a lo que te puedes encontrar ahí dentro creo que es una señal de buena salud mental. De cualquier manera, hacerlo es una actividad arriesgada, especialmente si has tenido una vida “interesante”.
La cosa se parece bastante a esa función tan odiada que Facebook bautizó como “Tus recuerdos en Facebook” o al “Echa la vista atrás” de Google Photos. Servicios creados casi seguro por (y para) personas que definitivamente NO han tenido una vida interesante.
Tanto “tus recuerdos…” como “echa la vista…” te permiten sumergirte en una clase de nostalgia muy particular, que a mí me suele resultar pegajosa, con una densidad parecida a la de las arenas movedizas. También funcionan de forma parecida. Al principio parece que no pasa nada, que llegarás sano y salvo al otro lado del charco, pero, poco a poco, los pies comienzan a hundirse en un mejunje habitado por tus ex y un nutrido grupo de personas a las que no te hace demasiada ilusión recordar: algunos murieron, otros se esfumaron, con otros la cagaste mucho o fueron ellos quienes hicieron una tontería que en ese momento te pareció imperdonable… También hay viajes que recordabas diferentes, mascotas que hace tiempo que hacen pis en las esquinas de las nubes, habitaciones de pisos compartidos en las que la vida era mucho más sencilla que ahora o publicaciones que en su día te parecieron la cosa más graciosa del mundo y que ahora te hacen sonrojar.
Releer un diario puede resultar una experiencia todavía más potente que todo eso. Sobre todo si está escrito a conciencia. Si aquel domingo por la tarde de hace cinco años le dedicaste el tiempo necesario a indagar de verdad en tus sentimientos y no pensaste en que quizá en el futuro aquello lo leería alguien que no ibas a ser tú, es posible que lo que leas pueda ser interesante. Si fuiste de verdad sincero contigo mismo, atente a las consecuencias. Y si no quisiste o pudiste serlo ni siquiera entonces, no pasa nada, pero quizá ni siquiera te tendrías que haber molestado en escribirlo.
El caso es que en un alarde de confianza y autoexhibicionismo, en el que no me reconozco del todo, me ha dado por releer. Algunos textos me han llegado a sobrecoger por su franqueza y me han recordado cosas que ya había olvidado, pequeñas perlas de mi vida que por suerte dejé allí grabadas (quizá la auténtica razón por la que merece la pena escribir un diario).
Pero no todos los textos me han aportado tanto. También me he encontrado con muchas entradas que se nota que fueron escritas a toda velocidad y que discurren también rápido y de forma poco inspirada, enumerando mis problemas o ilusiones del momento casi como si se tratara de un parte de accidentes o de un horóscopo de tercera: salud, dinero y amor.
Leer estos textos me ha hecho preguntarme por qué tenía tanta prisa al escribirlos. Parece que mientras estaba redactando me moría de ganas de ir a otro lado, de hacer otra cosa (como una especie de encarnación chusca de eso de que las chicas buenas escriben un diario, pero las malas no tienen tiempo para hacerlo).
Dice Vivian Gornick en su ensayo Cuentas pendientes, que releer es como tumbarse en el diván del psicoanalista, porque la relectura no nos ofrece solo la posibilidad de reinterpretar lo que leemos por segunda o tercera vez, sino también a nosotros mismos. Mucho más si eres autor y lector, añado yo, con infinita humildad.
En esos textos, vi a un tío con prisa, lo que me hizo pensar en que durante mucho tiempo he tenido prisa. Prisa por terminar de escribir, pero también por terminar un dibujo, por tachar la casilla, por entregar y a otra cosa. Pero exactamente, ¿a qué cosa? Puedo recordar perfectamente cómo el sarpullido de la prisa ha estado quemando en mi piel durante años. Sin embargo, no me acuerdo del objeto de aquella urgencia, lo que me hace concluir que no había urgencia ninguna.
Hoy en día, las cosas son diferentes. Aunque todavía puedo sentir el eco de esa impaciencia, ya me afecta menos. Desde la distancia, veo aquella prisa como una forma más de huir de mí mismo, de evitar mirarme al espejo directamente a la cara. Justo lo que hago al escribir mi diario.
Me gusta pensar que ahora ya no intento escaparme tanto de mí mismo (aunque a veces no me aguante) y creo que cada una de las palabras escritas en ese diario es una victoria y han contribuido a entenderme. También cada pincelada o cada minuto que invierto pensando en qué es lo que haré mañana. Me parecen bien todas las horas que paso escribiendo, pintando, leyendo, viendo la tele, escuchando canciones, no haciendo nada o hablando contigo, ningún problema. Hay tiempo.