Siempre que escucho su nombre, me acuerdo de una conversación que tuvimos, hace años, frente a Dead Moon Records. No es que aquella charla marcara mi vida de ninguna manera, ni que nos hiciéramos el uno al otro ningún tipo de confesión. Nada de eso. Simplemente su nombre está asociado inseparablemente para mí a ese momento que, estando cada vez más lejano, se ha ido simplificando hasta convertirse en algo cada vez más parecido a un sueño: estamos en esa calle del Raval y todo brilla porque se está poniendo el sol. Especialmente su camiseta blanca y las latas rojas que tenemos en la mano. Es un viernes de verano y la sensación de libertad que irradia ese día de la semana también baña toda la escena como las ondas de un sol de otra dimensión. Ella habla sobre un libro del que yo he escrito hace poco, pero el libro también se va desvaneciendo y solo recordaría su título si lo buscara en la estantería.
Hace unos días, después de años sin hablar, le escribí. La vi etiquetada en una foto de otra persona y el recuerdo volvió, claro. “¿Qué tal?”, le dije. “¿Cómo va todo? ¡Hace siglos que no nos vemos!”. La pandemia y el algoritmo nos habían ido alejando de una manera implacable pero casi inadvertida.
En seguida reconocí su forma de hablar y su entusiasmo al contestarme. Tuve esa sensación tan agradable de cuando parece que el tiempo no ha pasado con respecto a una persona. Me resumió los últimos años de su vida en unas pocas palabras y yo hice lo mismo. Le conté que había pasado solo el confinamiento tras haberlo dejado con mi pareja solo unos meses antes. Poco tiempo después, la empresa en la que trabajaba cerró y me quedé en el paro. Para colmo, la salud de mi padre empeoró muchísimo, tanto que durante un tiempo estuvimos convencidos de que había llegado el momento de despedirse (por suerte, sigue por aquí).
Todo esto, y alguna otra cosa más, me dejó desorientado y aturdido, pero lo cierto es que desde el primer momento decidí buscar ayuda tanto dentro de mí como a mi alrededor. Literalmente me tuve que reconstruir y aunque el proceso fue muy duro creo que lo conseguí. Por suerte encontré a algunas personas que me ayudaron mucho y que ya siempre estarán conmigo.
Claro que no se lo expliqué como lo cuento aquí. No soy precisamente una persona que se abra en canal en una conversación casual. Pero entre líneas se podía entresacar todo lo que acabo de decir. Al cabo de un rato, ella me contestó: “Menudo periodo más bestia. Debes sentirte fortísimo ahora después de haberlo superado!!!”
Esa respuesta me hizo reflexionar. ¿Realmente me sentía más fuerte? Sí, claro, “pero”, le contesté, “ha sido duro, ¿sabes? Como los artistas de circo que saben hacer algo increíble pero a base de desmayarse de tanto entrenar” (Sí, juro que a veces hablo así).
La conversación se alargó un poco más y al final ella me dijo, refiriéndose al tema del circo: “es heavy aprender nuestros trucos aunque no lo parezca”.
Esta charla se quedó rondando por mi cabeza durante días y me hizo recopilar inconscientemente historias de personas a mi alrededor que en realidad nunca se enfrentan a sus problemas, sino que los entierran y siguen hacia adelante como si tal cosa. Es de lo más habitual dejar que tus problemas correteen por su vida como gatos por dentro de una casa de campo. Siempre andan entre tus piernas, aunque a veces puedes pasar días sin verlos. Una tarde, cuando caminas por el pasillo a oscuras, aparecen de la nada, saltan sobre ti y te clavan las uñas en una pierna. A veces, estás tranquilamente viendo una serie y al mirar a un lado ves su mirada implacable clavada en ti. Algunas veces duermen contigo muy apretaditos e incluso te dan calor en las noches heladas.
Yo mismo he sido una de esas personas durante la mayor parte de mi vida, pero siempre supe que algo no estaba bien. Aún recuerdo el shock que sentí cuando leí en Ask Polly, el consultorio que la escritora Heather Havrilesky tenía en The Cut, un texto que hablaba precisamente de esto. Una lectora le planteaba las dificultades que tenía para afrontar determinados problemas de su vida y ella le animaba a sentirlos, a no escapar. En lugar de huir, Havrilesky decía que necesitamos afrontar lo que realmente nos atormenta. Necesitamos escuchar lo que nuestra mente nos intenta decir por muy aterrador que nos pueda parecer. “Aunque esto pueda sonar como entrar voluntariamente en una casa del terror y cagarnos de miedo sin motivo”, escribe la autora, “lo que encontraremos, cuando encendamos las luces, en lugar de unos temibles monstruos, será a un montón de autómatas cutres que funcionan con baterías de coche viejas. Si en lugar de asustarnos simplemente los SENTIMOS, toda su energía se volatilizará y se convertirán en chatarra”.
Desde que leí este texto, intento seguir su consejo. Lo pasé mal y creo que en gran parte superé mis problemas a fuerza de enfrentarme a ellos, como el artista de circo entrenando cada día. Pero a veces no puedo evitar preguntarme, viendo cómo huyen tantas personas a mi alrededor: ¿realmente merece la pena?
¡MERECE LA PENA, Juanjo! MUCHAS GRACIAS por este DELICIOSO artículo ❤️
La merece, sin duda.