Un cuento de otoño
"El aroma de las flores de los jazmines no era sino la manifestación química de todos esos futuros que se descomponían en el interior de ellas".
El cuento se titula “Un jazmín” y lo escribí durante el mes de noviembre.
Un jazmín
El doctor se llamaba Alberto, pero se había ido acostumbrando a que todo el mundo se dirigiera a él más como doctor que por su verdadero nombre. Era mucho más joven que la persona que cualquiera se imaginaría cuando alguien habla de “el doctor”. De cualquier modo, él se sentía muy cómodo bajo esa denominación.
El doctor también llevaba más de treinta años clasificando sus recuerdos como si fueran especímenes botánicos. De la misma forma que se hace con las plantas, el doctor cortaba sus memorias en trocitos, las examinaba con calma, las etiquetaba, las catalogaba y las conservaba aprisionadas en fundas de plástico en los infinitos archivos de su mente. Intentar definirlos, racional y científicamente, era su forma de distanciarse emocionalmente de ellos, de una manera, además, metódica y sistemática.
De cualquier modo, por mucho que lo intentara el doctor, las emociones no eran como los jazmines, la especie vegetal sobre la que él lo sabía todo y por la que se le consideraba una eminencia a nivel mundial. Él podía pasarse horas y horas describiendo una de esas plantas que cualquiera de nosotros apenas podemos comprar, oler y matar de sed o de ahogamiento en unas pocas semanas.
* * *
Aquella mañana de marzo le pilló al doctor en el jardín botánico. Supervisando precisamente la poda de un enorme jazmín común de más de cien años que se consideraba una de las joyas del lugar. Una planta excepcional que los visitantes despistados solían pasar por alto debido a que era muy común y más bien fea, debido a su edad.
Pero aquel enorme arbusto, ahora amorfo, tenía una historia (quizá leyenda) detrás. En teoría, había sido regalado al rey a finales del siglo XIX por un embajador pakistaní. Entonces no era más que un matojillo en flor y estaba plantado en un precioso cuenco de oro, que era la única parte tangible de la anécdota, ya que se conservaba bajo una campana de cristal en el despacho del director del botánico.
Ahí estaba el cuenquito, desde luego, y de algún sitio habría salido. El resto de la historia podía ser completamente falsa. No existía documento alguno que confirmara la llamada “teoría paquistaní”, como se referían al enigma en los círculos especializados.
La primera mención completa del relato del jazmín databa de un artículo aparecido poco antes de la Guerra Civil en el diario La Voz de Madrid, escrito por una de las plumas estrella de la publicación, José López del Jarama, “Jaramillo”. Antes de eso, el vacío total.
Lo que seguro que estaba claro, es que la planta era excepcionalmente vieja para su especie, que suele vivir, como máximo, un par de décadas, y que cualquier manipulación inadecuada, podría acabar con ella. Que aquel enorme tronco bulboso y amorfo que asomaba bajo una extensa red de tallos finos llenos de florecillas blancas y olorosas, sobreviviera al periodo en el que su cuidado dependía de él, era una obsesión para el doctor, que llevaba ya casi quince años como especialista encargado de dirigir los cuidados que se le prestaban. Debido a todo esto, no dudaba en desplazarse a primerísima hora de la mañana hasta el botánico cada vez que había que realizar cualquier labor de mantenimiento de la planta.
Una compactación excesiva del suelo, un trasplante mal hecho, el exceso o el defecto de abono o una poda inadecuada, podrían voltear el destino del jazmín hacia su desaparición. Bien podía compararse la fragilidad de la vestusta planta con la de uno de esos ancianos centenarios que siempre se han bebido un vaso de vino en las comidas y el día que no lo hacen, mueren.
Mientras los jardineros seleccionaban con cuidado las ramas a cortar, buscando la aprobación en los ojos del doctor sin mediar palabra, este los observaba distraído y, empeñado en seguir comparando su vida personal con la trastienda de su profesión, pensaba en que, en realidad, cada decisión que tomábamos hacía que nos dirigiéramos, necesaria, irreversible y determinantemente hacia un destino y no a otro.
Para el jazmín, cada ramita que caía al suelo, eliminaba todas las infinitas bifurcaciones y flores que podrían haber salido de ella, pero que ya no lo harían. Con un simple gesto de los jardineros, todos los infinitos universos posibles que hubieran brotado de esa rama se iban camino del compostador.
“Era como la historia con Helena”, se dijo, siguiendo el hilo de su pensamiento en un salto entre neuronas aparentemente no conectadas. ¿Por qué precisamente ahora se acordaba de Helena? La profesora Helena Keller era una investigadora británica que había venido a España siete años atrás para estudiar la posibilidad de adaptación de varias plantas mediterráneas al clima de sus islas.
Helena había existido en su vida durante exactamente ocho meses y dieciséis días. Más o menos el tiempo que tarda un jazmín en florecer y marchitarse. No hubo drama en su regreso a los Kew Gardens de Londres. Se trató de un movimiento natural, como el de un brote buscando la luz o de una raíz sus nutrientes en la profundidad de la tierra.
El recuerdo de Helena no era una herida en el corazón del doctor, como dictarían los clichés románticos, sino un espécimen más en su colección de sentimientos. Uno ciertamente especial, eso era cierto, pero de la misma manera que otros. Un sentimiento muy bien conservado, científicamente etiquetado y ocasionalmente rescatado del olvido para su estudio o para reflexionar sobre él durante un rato como estaba haciendo ahora.
Quizá, reflexionaba en directo, lo que más le fascinaba al doctor del recuerdo de Helena no era el "qué hubiera pasado" —esa pregunta le parecía tan estéril como intentar hacer florecer la rama de una planta conservada en un herbario desde hacía años—, sino el "qué estaría pasando" en todos esos futuros podados. La certeza casi matemática de que, en el preciso instante en el que ella pronunció las palabras "Me han aceptado en Kew Gardens", con su torpe acento anglosajón, se activó un mecanismo de destrucción masiva de infinitas posibilidades.
* * *
Los jardineros habían terminado. Plegaron su escalera y, mientras uno se la echaba al hombro, el otro recogió todas las ramas del jazmín que yacían en el suelo para lanzarlas a la compostadora. Saludaron con un gesto de cabeza al doctor y se fueron comentando algo que para él ya fue inaudible. Los operarios sabían que al doctor le gustaba quedarse un rato más, solo, examinando más de cerca el trabajo que se acababa de hacer. Eso fue exactamente lo que ocurrió.
Todavía faltaba un rato para que el jardín se abriera al público y, con la partida de los jardineros, el lugar quedó en silencio. A lo lejos se escuchaba el sonido del tráfico que, a pesar de no estar a más de 100 metros, sonaba lejano y, sobre todo, ajeno, incorrecto. El hecho de que una de las avenidas más concurridas de la ciudad, que poco a poco despertaba con un bostezo que sonaba a motores y cláxones, pasara a solo unos pasos de allí, parecía imposible.
El suelo bajo el jazmín estaba lleno de florecillas, muchas pisoteadas por los jardineros pero otras posadas delicadamente sobre la grava. El doctor recogió una especialmente grande y aspiró su olor.
Cuando Helena se había ido de Madrid, el doctor se había pasado varias noches escribiendo un pequeño ensayo que jamás le había mostrado a nadie. Nunca lo haría probablemente. Lo había enterrado entre sus montañas de papeles con cierto pudor, aunque disfrutaba pensando, incluso mientras lo escribía, en que alguien lo descubriera, muchos años después de que su paso por la universidad fuera un lejano recuerdo.
En el ensayo desarrollaba una teoría que trascendía a su especialidad o, más bien, que se fundía con la poesía y la física y formaba, desde la humildad, un nuevo género. En ella afirmaba que los universos descartados, seccionados del tronco principal que es el mundo en el que habitamos, no desaparecen, sino que se compostan. De alguna forma que todavía estaba pendiente de un estudio más exhaustivo que nunca podría realizarse, alimentaban el sustrato del presente, como aquellas flores caídas nutrirían ese suelo.
Se dijo ahora, esbozando sobre la marcha un nuevo capítulo de su teoría, que el aroma de las flores de los jazmines no era sino la manifestación química de todos esos futuros que se descomponían en el interior de ellas. Estaba convencido de que en cada una de aquellas moléculas de olor estaba, codificado en un lenguaje sutil, el mapa minucioso de un universo descartado.
* * *
A lo lejos, comenzaron a escucharse las voces de los primeros visitantes. El rumor, aunque todavía lejano, hizo salir de su letargo al doctor, que emprendió el camino hacia su oficina. Por lo que él sabía, Helena seguía trabajando en Kew Gardens. Ocasionalmente, el doctor se encontraba con algún artículo suyo en The Plant Journal o Annals of Botany. Seguía escribiendo sobre la adaptación de las especies mediterráneas al clima británico.
El doctor leía todos esos artículos, claro, pero no tanto por el interés científico sino como parte de su investigación sobre la naturaleza de los futuros truncados. Cada artículo era como un fruto de un universo que quizá no tenía que haber sido aunque, a su vez, era estrictamente necesario para que sobreviviera el plano en el que estaban ahora.
La última vez que vio a Helena fue en un congreso de botánica en Shenzhen, China. El doctor la vio a lo lejos mientras hablaba con otros expertos. Duda si ella lo vio a él, lo reconoció o si su visión le recordó a su tiempo en Madrid. De todos modos no hablaron. No era necesario. Ambos eran ahora dos especímenes prensados del herbario del tiempo. Ejemplos de cómo una ausencia puede ser tan fértil como una presencia.