Llevo tres meses midiendo la temperatura a la que sale el café de tu cafetera y siempre es la misma: sesenta grados. Es una especie de entretenimiento idiota, pero ya te puedes imaginar que no tengo mucho de eso últimamente. Por algún motivo medir la temperatura de las cosas con el termómetro de infrarrojos me resulta divertido. Quizá todo lo es más si tiene forma de pistola.
Las cosas siguen bastante parecidas a cuando te fuiste. No he cambiado los muebles de sitio, ni reordenado los armarios, y todas nuestras fotos siguen allí en esos marcos baratos de Ikea que tan poco te gustaban. A mí tampoco me entusiasman, la verdad. Odio que en lugar de un cristal tengan un plástico transparente para proteger la foto, pero no tengo previsto cambiarlos nunca. Me recuerdan a nosotros, a cómo éramos en la época en la que los compramos. Me recuerdan a los pisos en los que vivimos.
Paso bastante frente al portal de uno de ellos que era tan pequeño que no tenía ni espacio para tender la ropa. Tenía una pequeña secadora y cuando la conectábamos el ambiente se humedecía tanto que las hojas de los libros se ondulaban. Creo que algunos de esos libros no se recuperaron nunca de aquello. Por ahí estarán. Pero todo eso nos daba igual entonces.
Encontré el termómetro en un cajón hace un tiempo. Fue un hallazgo casual. No tenía ningún recuerdo de haberlo guardado allí. Quizá lo hiciste tú, vete a saber. Tengo muchas lagunas de esa época. Al verlo, sentí algo raro, como cuando te cruzas con alguien por la calle que te recuerda a algo que te habías propuesto olvidar. Ya lo habías conseguido, pero el recuerdo, aunque desagradable, te da cierta perspectiva respecto a tu vida. Como si dijeras, “Ah, es verdad. Yo también fui esa persona”.
Al termómetro le he tenido que cambiar las pilas ya varias veces porque lo uso todo el rato. Es extremadamente sensible. Nos gastamos un montón de dinero en él. Entonces eran casi inencontrables, una cosa rara. Nunca habíamos visto uno ni sabíamos que existían. Era todo tan extraño.
Apunto con él al bolígrafo que está sobre la mesa y disparo. El centro está a 23,1 grados. La punta un poco más fría porque es de metal, 21,7. Los marcos de fotos están a 27,3 grados, pero es que creo que hasta hace un rato les estaba dando el sol. No sé. La luz acabará comiéndose la imagen. Diría que ya se ve un poco más pálida. Estamos en L’Escala y tendrá como veinte años. Todas nuestras fotos son de hace bastante tiempo, de antes de que todo se hiciera con un teléfono. Creo que nunca he vuelto a ir a L’Escala después de ese día y eso que me encantan las anchoas. Quizá debería comprarme un coche para ir a sitios. O quizá no, no sé.
* * *
Ahora es otro día y estoy haciendo café de nuevo. Debería tomar menos café. La cafetera es tan complicada y tiene tantas opciones que no he cambiado ni una sola de las que pusiste tú. Tampoco lo haría. Me limito a poner el agua y el café molido y a apretar un botón. Compro el mismo café que comprabas tú, en la misma tienda. Las chicas ya me conocen e ir allí se ha convertido en una de mis actividades favoritas. Huele tan bien. Ya sabes que siempre fui una persona muy olfativa.
Supongo que precisamente por eso, por no haber cambiado ninguna de las opciones de la cafetera, el café siempre sale, con tenacidad germana, a los mismos sesenta grados.
* * *
Dicen que la piel tiene memoria y me pregunto qué pasaría si pudiera tocarte otra vez. Si después de tanto tiempo todavía distinguiría tu piel de las otras. Me río por dentro al pensar eso porque, ¿en qué momento y lugar podría darse una situación así? ¿En una edición especial de uno de esos concursos de televisión donde meten la mano en una urna llena de arañas? Quizá, por el día de San Valentín, en lugar de escorpiones o gusanos, el concursante tendría que tocar las pieles de sus amantes, de sus familiares, de sus amigos más íntimos, entre las que también colarían la de algún desconocido. “Julia”, “Carlos”, “Mamá”, diría el concursante, quizá con lágrimas en los ojos.
Quizá no sería tan difícil distinguir tu cuerpo porque solía estar un poco más caliente de lo normal, a unos 37,1 grados. Disparo con el termómetro a tu lado de la cama, 24,4. A veces está más caliente porque duermo allí algunas noches. Me resulta más cómodo y te echo menos de menos.
Salgo furtivamente a la escalera: la barandilla 22,7 grados. El agua en la nevera 7,2. La hoja de la planta 21,8. Tu ordenador, 23 grados justos, y mira que a esa cosa sí que la tocabas, más que a nada en el mundo. Millones de huellas dactilares tuyas se amontonan en esas teclas que no he vuelto a ver porque no quiero abrirlo.
* * *
Hoy, después de meses igual, el café estaba a 59,9 grados. Es la primera variación desde que empecé a medirlo. Miro la taza, paso mis dedos por ella para ver si mi tacto es capaz de notar la diferencia. Busco ese decimal como si fuera un latido.
* * *
Al día siguiente el café está a 59,8. Luego se mantiene durante una semana, más o menos, incluso un día vuelve a los 60, dándome una esperanza extraña que desaparece al día siguiente cuando, de golpe, se desploma hasta los 58,6 grados. Tomo el café con algo parecido a la precaución. Como si, de repente, el mínimo cambio de temperatura implicara que la bebida se hubiera transformado, que fuera otra cosa. La diferencia en la boca es imperceptible.
No pierdo de vista la cafetera mientras se hace el café la siguiente mañana. Todo parece funcionar igual. El sonido burbujeante que emite es el mismo. Y esa especie de suspiro final que suele hacer cuando acaba, que tú solías imitar llevada por la alegría de que en breves podrías tomarte una taza de café nuevo y perfecto, es el mismo sin duda.
Pero el calor es cada vez menor. Baja a saltitos pequeños de entre una y dos décimas cada tres o cuatro días. Anoto la cifra cada mañana en la libreta que compraste en Viena con forma de grano de café y que nunca supimos para qué emplear. Después me bebo mi taza mirando por la ventana, como si te estuviera esperando para contarte lo que pasa, o deambulando por la casa, como si te buscara. Miro una de nuestras fotos en las que saludas hacia la cámara, un camino muy largo se extiende a tu espalda.
Hoy apunto en la libreta por última vez: 50 grados. “El café sabe mejor a 50 grados”, digo en voz alta. Voy al cajón en el que guardabas todas las instrucciones y busco las de la cafetera, dejo la libreta dentro y lo cierro. Reconfiguro el aparato para que a partir de ahora ya salga siempre a 50 grados.
Hace poco fue tu cumpleaños.
Relato publicado en el número 13 de la revista SOLO.