
Un hombre camina por la ladera de una montaña. Es un día tranquilo y soleado del final del verano. Mientras asciende, sintiendo los latidos de su corazón en el pecho, se siente vivo y especial al pensar que debe ser la única persona a kilómetros a la redonda. Solo escucha su propio aliento, el sonido de sus pasos y a los pájaros que cantan sobre su cabeza.
De repente, algo pasa. Todo calla bruscamente. Algo ha cambiado en el aire e incluso él frena en seco. Mira a su alrededor y siente una tensión extraña, ancestral. El redoble de un mal presagio. Sus sentidos animales atrofiados no le permiten darse cuenta exactamente de lo que está pasando y decide reanudar su marcha, pero no va a ser posible. De repente, se escucha un chirrido agudo, jurásico, y ve como delante de él, apenas unas decenas de metros más arriba de la ladera, un árbol enorme se desploma y comienza a rodar en su dirección.
No tiene más opción que correr montaña abajo por el mismo sendero por el que hasta hace un momento ascendía. Este es muy estrecho y está rodeado de maleza alta y rocas, así que no le queda más opción que bajar por él lo más rápido posible y encomendarse a todos los dioses y diosas para que algo frene al descomunal tronco, quizá centenario, que ha decidido que precisamente hoy tenía que ser su último día.
Ojalá tener tiempo para ironías, pero en ese momento sus cinco sentidos están ocupados haciéndolo deslizarse montaña abajo a la mayor velocidad posible. Durante unos segundos ha sido optimista, pero el milagro tarda el llegar y quizá ya no llegará nunca. El hombre comienza a darse cuenta de que pronto estará exhausto. Las fuerzas empiezan a abandonar sus miembros, su visión, a enturbiarse; y sabe que no le va quedar más remedio que comenzar a asumir que en pocos segundos una fuerza sobrehumana lo aplastará contra el suelo como si fuera un insecto. Cuando ya toda esperanza está perdida, el hombre cierra los ojos, aspira una última bocanada de aire y se deja caer.
Entonces su cuerpo, inerte por el cansancio, cae en un hueco providencial, una zanja natural en la que, blando y flexible, encaja perfectamente, como si fuera de barro. El tronco le pasa por encima y el hombre se salva.
En otra versión de la historia, el hombre muere. Lo cierto es que el hombre muere en todas las demás posibles versiones de la historia. En unas su cabeza se casca como una nuez contra una roca, en otra le estalla el corazón antes de llegar al suelo, hay infinitas variantes más, algunas mucho peores, pero a quién le importan. La mitad de las veces el hombre es una mujer. En esta, solo en esta, se salva y luego le toca pensar qué hacer con el resto de su vida.
Quizá haya sido la DANA o la clásica nostalgia del final del verano, pero en los últimos días me ha dado por escuchar canciones antiguas y saltando de una a otra he llegado a “Qué nos va a pasar” de La buena vida, aunque indirectamente, ya que fue a través de una versión, la que hizo en 2015 la banda La reina republicana. La canción me inspiró primero el relato anterior y luego esta newsletter.
La canción de La buena vida habla sobre el amor y su manía de acabarse, de transformarse, aunque también de su insistencia en renacer. Es una profecía algo oscura pero también un elogio del presente y un canto a la lucidez especialmente cuando dice:
Cuando pase el tiempo conocerás a alguien más
Y me olvidarás, y es que es lo normal
Aunque nos dé rabia, siempre ocurre igual
Y nos esforzarnos en disimular
La canción también me hizo pensar en nuestra obsesión por el futuro, por lo que nos va a pasar. Y eso, claro está, me hizo preguntarme qué me va a pasar a mí mismo. ¿Qué será de mí al final de este año? ¿Qué será de mí el verano que viene? Ese tipo de preguntas muy simples pero que dan muchísimo vértigo si realmente te las haces.
No debemos confundir la reverberación que este tipo de cuestiones causan en nuestros impresionables cerebros con que seamos personas especialmente profundas o sensibles. En mayor o menor medida, con mayor o menor empeño, todos tenemos ese tipo de pensamientos. De hecho, intentar predecir el futuro parece consustancial a nuestra especie, seguramente porque como decía Didion (ya lo habéis leído seguramente pero qué bonito), la vida cambia en un instante.
“Life changes fast. Life changes in the instant. The ordinary instant. You sit down to dinner and life as you know it changes”.
Desde el Calendario Maya, que se estima que se creó hace más de 4000 años hasta el Pulpo Paul, pasando por los sacrificios de animales de los romanos, siempre nos hemos muerto de ganas por saber qué pasará con nosotros. Y como, evidentemente, no tenemos ni idea, hacemos nuestras propias predicciones.


No es muy arriesgado afirmar que esto de preocuparnos por el futuro probablemente nos hizo sobrevivir como especie. Leo en El País que hace algo menos de un millón de años solo quedaron sobre la tierra 1200 personas, casi nos extinguimos debido a un brusco cambio climático, según un estudio. Un 98% de nuestros antepasados murió (en realidad nuestros antepasados fueron los que sobrevivieron). Después de aquella brutal reducción de la población, durante 1.170 siglos la cantidad de monitos que caminaban con dos patas se mantuvo estable en esa cifra. Durante siglos la población humana mundial cabía en una discoteca. Tras más de 100.000 años de incertidumbre, algunos aprendieron a controlar el fuego y nos salvamos. “Todos somos parientes cercanos, descendientes de un puñado de parejas que sobrevivieron de milagro”, concluye. Si nadie se hubiera preocupado por encontrar una manera de controlar el fuego, probablemente no estaríais leyendo esto.
Nada de lo que conocemos por cultura habría existido, ni el Partenón, ni los Pumpkin Latte, ni Karl Lagerfeld, ni eso de “mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”, básicamente porque tampoco habría existido Sevilla.
El futuro es tan absolutamente incierto. Y además no podemos hacer nada para evitarlo. Aunque claro, esa realidad es tan absolutamente perturbadora que, como dice la canción, “nos esforzamos en disimular”.