La auténtica razón de esta newsletter
¿Se puede perder la inocencia sin perder la esperanza?
A principios de año me prometí que volvería a escribir esta newsletter. Llevo desde los primeros días de enero anotando temas y desarrollándolos en mis ratos libres. Pero es complicado dedicarte en tus ratos libres a lo que haces durante todo el día: escribir.
Hoy releí lo primero que anoté el 3 de enero y, aunque ya queda un poco atrás, me he decidido a enviarlo porque me parece un buen ejemplo, aunque todavía algo incompleto, de lo que quiero conseguir con estos textos. Hay mucho de inocencia en lo que quiero decir. Espero que alguien lo entienda.
Durante años fui ese tipo de persona que se pone nerviosa el día de Nochevieja. Los momentos previos al final del año me aferraba todo lo que se puede uno aferrar a la suave y delicada estructura de la uva número uno mientras esperaba que sonaran los cuartos mirando por televisión el reloj de la Puerta del Sol.
Pero parece ser que ya no soy esta persona. La Nochevieja de este año fue muy diferente a las anteriores. Muchos de mis amigos eran positivos de covid y otros habían huido a países lejanos tras salir victoriosos de una pequeña o gran orgía burocrática y sanitaria.
Los no contagiados que quedábamos en Barcelona (tras pasar el test de antígenos de rigor) nos congregamos en un ático con terraza que dominaba toda la ciudad. Recuerdo que me atraía tanto la vista que, mientras hacía algunos nuevos amigos y les contaba el tipo de cosas que les sueles contar a los nuevos amigos, no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia las torres iluminadas, las luces de los aviones que sobrevolaban la ciudad (llegando o huyendo en el último momento) o el solitario fogonazo provocado por el estallido de un cohete sobre algún barrio lejano.
El aire estaba cada vez más húmedo conforme la medianoche se acercaba, pero a mí esto último, al revés que en otras noches como esta, me daba absolutamente igual.
Alguien puso la tele solo unos segundos antes de que llegaran los cuartos, quizá la misma persona que me acercó un vaso de plástico que contenía doce uvas que me fui comiendo totalmente sincronizado con el famoso carillón madrileño.
Mientras sonaban las campanadas fui consciente por un momento de mi falta de emoción y me pregunté, entre los gritos de los que me rodeaban y los míos propios, qué estaba ocurriendo. Después de unos cuantos abrazos y buenos deseos volvimos a hacer lo mismo de antes, me olvidé de ese pensamiento y seguí haciendo el tipo de cosas que uno hace en una noche como esa.
Mientras escribo esto es 3 de enero y ha vuelto la vida normal. La gente hace tuits ingeniosos sobre sus equivocaciones al escribir la fecha y pronto empezaran a decir eso de “¿Hasta cuando se puede felicitar el año?”. Yo me pregunto sobre por qué no me importó la Nochevieja y le echo la culpa a cierta pérdida de la inocencia.
Recordé una frase de Amy Tan en El club de la buena estrella que decía “En otro tiempo fui muy libre e inocente, y me reía sin motivo. Pero luego prescindí de mi absurda inocencia para protegerme”. Con todo lo que nos ha pasado este año, ¿puedo culparme de haber perdido parte de la inocencia que impulsaba mis nervios cada Nochevieja? Resulta difícil hacerlo.
Ahora son las ocho de la mañana de un día de finales de febrero. La cafetera acaba de exhalar su último “pf” comunicándome que el café está hecho. Me sirvo un poco y me siento en un sillón con el ordenador sobre las rodillas. Desde aquí puedo ver en el suelo del balcón y los restos de semillas que ayer dejé allí para los gorriones y me es difícil de explicar lo que disfruto pensando en esos pajaritos con la tripa llena. Así que supongo que, a pesar de que ya no me ponga tan nervioso en Nochevieja, no todo está perdido para mí.