Junio '24
A principios de junio me propuse establecer una tradición mensual siguiendo el espíritu de esta newsletter. Cada mes, repasaría una serie de hechos que, por las razones que fueran, me habían llamado la atención, me hubieran sorprendido o, simplemente, se hubieran quedado en mi memoria. La idea, al terminar el mes, redactar una nota explicando los más interesantes y quizá encontrar las razones de por qué me habían llamado la atención (aunque esto último no tendría porqué aparecer en el texto).
No sabía qué interés podría llegar a tener esto para otras personas pero ¿quién era yo para juzgar eso? Quizá, aunque ni a mí mismo me quedara claro por qué me había quedado pensando en un hecho concreto, otras personas sí que podrían hacerlo, aplicándolo a sus propias vidas.
Abrí una nota en el móvil y comencé a apuntar.
Junio es un mes intenso en Barcelona y la cantidad de cosas raras que pueden llegar a ocurrirte, o pasar delante de tus ojos, es elevada. Por desgracia, la mayoría de ellas lo hicieron sin que yo prestara demasiada atención o ni siquiera me acordara de que tenía este proyecto entre manos, con lo que no aparecerán en esta recopilación. Otras, directamente, decidí olvidarlas.
No obstante apunté unas cuantas cosas. Algunas que, releídas ahora, resultan absurdas o directamente incomprensibles. La experiencia se parece bastante a releer la libreta que algunos tienen en la mesilla de noche para apuntar sus sueños. Por eso, la mayoría de la lista no ha sobrevivido al paso de los días y son menos todavía las que me ha sugerido algo medianamente interesante como para incluirlas aquí. Os dejo las que se salvaron de la quema por uno u otro motivo.
(Para ilustrarlas, divertirme y, sobre todo, para procrastinar un poco, decidí acompañar el texto con varias imágenes generadas con inteligencia artificial que, no lo niego, a veces son un poco feas e inquietantes).
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Un día iba a trabajar. Me había levantado muy temprano y caminaba medio dormido en dirección al barrio de Gràcia por una calle paralela al Passeig de Sant Joan. Pasé al lado de una terraza en la que, a esas horas, suele haber gente tomando café o alguna mediana de cerveza si el cliente es un currela que ya lleva horas en pie.
Aquella mañana había un grupo de tres chicas con cara de cansadas. No podían negar que eran turistas y, como una forma de subrayar lo evidente, tenían varias mochilas y maletas a su lado. Probablemente acababan de aterrizar y estaban haciendo tiempo para entrar en su apartamento de alquiler turístico. Supongo que se habían sentado allí y habían decidido pedir algo “local” para desayunar. Justo cuando pasé a su lado, el camarero les llevó a la mesa unas bravas y unos pimientos de Padrón.
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Soy un fanático de los carteles absurdos o confusos de las tiendas. También de los anuncios pegados por la calle que tienen flecos en la parte de abajo con el número de teléfono del anunciante repetido muchas veces. Hace unas semanas pasé por un local en cuyo escaparate podía leerse: “30 años limpiando comunidades” y no pude evitar imaginarme a un grupo de personas muy viejas condenadas a limpiar durante décadas las escaleras de edificios altísimos del Eixample.
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Otro día iba por la calle hablando por teléfono con mi hermana cuando me encontré una caja de cartón en el suelo. A través de una pequeña abertura situada en la parte superior, podía verse que estaba llena de croissants y otras piezas de bollería desechadas, seguramente, por alguna panadería cercana.
Sobre la caja, un drama. Unas cinco o seis palomas competían por abrirla y acceder a la comida con muy poco éxito. Parecían los seres más ineptos del mundo. Ellas mismas se estorbaban continuamente, posándose donde no debían, golpeando a las otras con sus aleteos o sus picos, y poniéndose toda serie de obstáculos a sus propias maniobras, ya de por sí torpes y nerviosas.
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Juro que una mañana de sábado o domingo, en la que madrugué para ir a no sé dónde, vi entre las vías del metro una pistola. El metro llegó enseguida y yo me subí, condenándome a no saber nunca si el arma era auténtica o no.
Sigo buscándola cada vez que vuelvo a esa estación.
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Nunca pensé que vivir en el siglo XXI fuera a ser como es. Este año no fui al Sónar (no por nada, simplemente no fui) y, casualmente, durante ese fin de semana, acabé haciendo cosas absolutamente contrarias al espíritu de ese festival por lo arcaicas y analógicas.
Una de ellas fue irme a leer a la Gran Clariana del Parc de les Glòries. Quería aprovechar esos días para terminar el nuevo libro de Sabina Urraca, ‘El Celo’. Encontré una tumbona libre y me puse a leer al sol.
Pero el ambiente, supuestamente idílico, se quebró por, al menos, dos motivos. Uno fue que el sol acabó quemándome sin que yo hubiera pensado en ponerme protector, y el otro que los ruidos y las voces de las personas que tenía a mi alrededor no me permitían concentrarme.
Un padre, que jugaba con su hijo a unos diez metros de mí tratándolo como a un auténtico idiota, fue el principal culpable. Solucioné el problema poniéndome mis auriculares y pinchando en Spotify “Calm forest sounds”.