Desde hace unos días, cada mañana escucho un anuncio en la radio que me hace pensar. En él, la voz de una locutora pregunta: "¿Siempre soñaste con ser tu propio jefe y ahora eres de esos jefes que te hacen trabajar los fines de semana?"
No recuerdo qué promociona el anuncio —siempre he sido algo impermeable a la publicidad—, pero cada vez que lo escucho me siento algo interpelado. Sí, yo soy mi propio jefe. Aunque creo que utilizar esa expresión en la vida real es una forma infinitamente presuntuosa de decir que ocupas una de las posiciones más bajas y desprotegidas del panorama laboral: la de autónomo.
Aparte de eso, no soy exactamente el tipo de jefe del anuncio porque yo no suelo hacerme trabajar los fines de semana. Sin embargo, desde hace ya varios años, me he impuesto un horario férreo, inquebrantable, como decretado por una autoridad que, en realidad, solo soy yo mismo, oculto tras las cortinas como un dictadorzuelo loco que establece normas arbitrarias.
Si, por ejemplo, me voy a la playa un martes por la mañana, me siento "raro". (Jamás he ido a la playa un martes por la mañana). Si llego cinco minutos más tarde de lo establecido a mi propia oficina, experimento esa culpabilidad tan familiar que antes reservaba para mis jefes de carne y hueso. He llegado a echarme la bronca mentalmente por pasarme demasiado tiempo chateando con mis amigos, como si un supervisor invisible estuviera tomando notas a mis espaldas.
Toda esta cabriola intelectual se deriva de que, por triste que resulte, nunca conseguí regular mi vida laboral como periodista por cuenta propia hasta que no me autoimpuse ese dichoso horario de trabajo e incluso alquilé una oficina para trabajar fuera de mi casa.
Así es: cada mes pago dinero para reproducir artificialmente las condiciones que otros trabajadores sufren. Hay mañanas en las que, literalmente, no tengo ganas de ir a "mi trabajo", exactamente igual que cuando trabajaba para otros, y puedo no hacerlo sin ningún problema, solo que ahora la ironía es cruel: es como si no tuviera ganas de ir a encontrarme conmigo mismo.
Hasta que tomé esta decisión, mi jornada laboral se enfrentaba cada día a la carcoma de las lavadoras por hacer, los carteros a los que abrir, las innumerables pausas para el café y una larga serie de imprevistos más o menos costumbristas ("Soy el del ascensor"). Y no se trataba únicamente de que hubiera tareas que me distrajeran. De hecho, estaba deseando que hubiera distracciones, porque trabajando en casa me sentía terriblemente solo y aislado del mundo, hasta el punto de plantearme qué hacía yo viviendo en Barcelona si podría estar haciendo lo mismo en cualquier otro lugar del mundo donde mi vivienda no me costara cada mes más de la mitad de mis ingresos.
Trabajando en casa me sentía en una especie de deprimente hábitat de zoo, que es en lo que se convierte tu hogar cuando comes, duermes, vives y trabajas en él. Por eso decidí buscar un lugar para trabajar fuera de casa y por eso me marqué una rutina laboral similar a la que tenía cuando trabajaba por cuenta ajena.
Tengo que decir que funcionó, pero el coste oculto de este cambio fue descubrir una verdad algo incómoda: que había recreado meticulosamente todas las estructuras que supuestamente había abandonado al hacerme freelance.
Ahora cada día suelo salir por la puerta de mi casa como tantos soldaditos de a pie entre las 8 y las 8:30 de la mañana y camino hacia mi oficina. Simulo “ir a trabajar” para trabajar de verdad. Me he convertido en mi propio empleado del mes y en mi propio jefe aliado que a veces se tira el rollo.
Cuando alguien me felicita y envidia la "libertad" de ser autónomo, sonrío y asiento, pero por dentro pienso en esa locutora de la radio. Porque al final, la mayor trampa del trabajo autónomo no es la inestabilidad económica o la falta de vacaciones pagadas. Es descubrir que la libertad laboral requiere más disciplina que cualquier jefe tirano, y que el dictador más implacable siempre acabas siendo tú mismo.