El código postal 13 y mis supersticiones
Estoy en una oficina bancaria que parece un apartamento de lujo minimalista o la cafetería de un museo de arte moderno. En uno de los cubículos para atender a los clientes, una empleada está sentada frente a mí y teclea furiosamente en su portátil.
Me está abriendo una cuenta. No he hecho esto muchas veces en mi vida y el proceso me hace sentir adulto, underdressed y un poco desubicado. Miro a la mujer con desgana, con una mirada mansa y bobina, debería haberme tomado otro café antes de salir de casa, pero no lo hice. Esa noche he dormido especialmente bien y cuando pasa eso me cuesta despejarme por la mañana. Son las 11.
Entonces la mujer levanta la cabeza bruscamente y apunta su mirada hacia mí mientras pregunta “¿Profesión?”. “Periodista”, respondo, masticando un poquito de síndrome del impostor. “¿Dirección?”, continúa. “Es la que pone en el carnet, sigo viviendo allí”, contesto, asumiendo que la dirección del DNI siempre es incorrecta. “¿Código postal?”. “¿No lo pone en el carnet?”, pienso, “XXX13”, contesto (no lo pone en el DNI).
Cuando alguien me pregunta el código postal en Barcelona, simplemente digo “El 13”. Vivo en el 13. Yo no soy supersticioso, pero a la vez lo soy terriblemente, especialmente en periodos concretos en los que el próximo capítulo de mi vida depende de las decisiones de otros.
Por eso precisamente, quizá el momento más supersticioso de mi vida fueron mis años de instituto. Años de supersticiones que además eran secretas, porque dudo que nunca le confesara a nadie todas las cosas que se me pasaban por la cabeza, relacionadas con mi suerte o la de los demás, durante aquellos años.
El camino hacia el colegio (estudié el bachillerato en el colegio al que había ido toda la vida) era crucial. Estoy casi seguro de que por fuera supongo yo parecía un estudiante más, quizá algo más larguirucho y ensimismado que la media, pero nada demasiado excéntrico. Por dentro, yo me decía cosas como: “Si ahora pasa un coche rojo por la esquina, le gusto a fulanita”. “Si al doblar la esquina noto el viento en la cara, fijo que voy a suspender”. “Si no llego a la puerta de casa exactamente a las 5:05 sin forzar ni ralentizar el paso, mi amigo morirá”. Y como estas, cientos de apuestas absurdas cruzaban mi cabeza cada día. Además, las complicaba continuamente, las doblaba como un ludópata manirroto, como si yo mismo quisiera que finalmente el resultado fuera negativo. Si pasaba el coche rojo entonces pensaba: “Vale, pero ahora tiene que venir uno verde si no…”.
Recuerdo una época especialmente fértil en estas locuras en la que se hablaba mucho de las profecías de Nostradamus. En una de ellas, el profeta francés vaticinaba que el asesinato del Papa desencadenaría el fin del mundo o algo así. En una época preredes sociales quizá comprendáis que yo le dedicase mucho tiempo a pensar en eso (o quizá no).
Bien, pues estoy seguro de que, con una de mis apuestas, con una dificilísima que no me acuerdo en qué consistía pero que gané, conseguí reconducir el destino global. El Papa se salvó y pudimos seguir llenando el planeta de CO2 con total tranquilidad.
De vuelta en la realidad, cuando le dije a la empleada del banco que vivía en el código postal 13, pensé fugazmente: “¿y si la mala racha que me siento que me persigue tuviera que ver con eso? Con vivir en ese número”. Por otro lado, también es cierto que casi toda mi vida en Barcelona he vivido en el mismo código postal y, no es por presumir, pero he pasado muy buenas temporadas en el barrio.
Pero obviamente ese argumento de peso no convenció a mi cerebro. Tenía tiempo para divagar mientras mi cuenta se iba formando en los ordenadores del banco, le iban saliendo sus ceros y sus otros números aleatorios, su número de oficina y su digitillo control.
Así que pensé no solo en mi destino, sino también en el de todos mis vecinos de escalera y de calle, y de manzana y de barrio, que vivíamos en el código 13. Y me imaginé un barrio marcado por la mala suerte, en el que todo el mundo perdía el autobús y cuyo equipo favorito siempre salía vapuleado, en el que te cortaban el agua justo cuando te acababas de enjabonar y todo el mundo perdía el teléfono de la chica que le gustaba. Y pensé si un barrio así sería viable, cómo sería vivir allí. Cuánto durarían vivos sus habitantes. ¿Se acabarían hundiendo los edificios? ¿Todos los cachorros ascenderían al cielo de los perritos antes de hora? ¿Qué les dirían los psicólogos del código 13 a los habitantes deprimidos por su mala suerte del mismo código 13?
Entonces mi teléfono vibró. Era un SMS que me avisaba de que tenía una notificación de la Agencia Tributaria y pensé. “Bueno y si…”. Pero luego en WhatsApp una chica a la quiero mucho me decía que ella también me quería mucho y ya no supe que pensar.