Ahora sé que en los cuadros surrealistas hace 40 grados
En la famosa entrevista que Salvador Dalí le concedió a Joaquín Soler Serrano para su programa ‘A Fondo’ en noviembre de 1977, el pintor catalán contó una anécdota de la que me suelo acordar a menudo durante estas tardes de verano de calles vacías y persianas bajadas.
Dalí y Gala compraron la diminuta caseta de pescadores de Portlligat, que con los años se ampliaría y se convertiría en su casa-museo, en 1930. A partir de entonces, la pareja pasó allí todos los veranos exceptuando el periodo entre 1936 y 1948, durante el cual se establecieron en Estados Unidos, debido a la Guerra Civil y a la Segunda Guerra Mundial.
El artista le cuenta a Soler que una de sus actividades preferidas en aquellos míticos veraneos era, por las tardes mientras pintaba en soledad en su estudio, untarse el bigote con azúcar de dátil y ponerse un poco de miel en las comisuras de los labios. La cosa, bastante asquerosa ya de por sí, iba todavía un poco más allá. El objetivo de todo ello era atraer a las moscas, “las moscas limpias de Cadaqués que se pasean por detrás de las hojas de los olivos, son limpísimas y van vestidas como por Balenciaga”, se justificaba el maestro con un marcado acento catalán y la cadencia al hablar que todos recordamos.
Dalí esperaba el momento oportuno y, cuando uno de estos insectos se posaba en sus labios, lo atrapaba entre ellos, manteniéndolo allí aprisionado, zumbando durante unos segundos. Para el pintor, se trataba de un placer sibarítico, único, que casualmente solía coincidir temporalmente con el final de las etapas del Tour de Francia. “La televisión y la radio hablando de los héroes del Tour de France, que sudaban subiendo cuestas, y yo allí con mis moscas”, bromeaba Dalí, absolutamente serio, en el programa.
Me he acordado de todo esto porque ese aire de siesta, casi onírico, de la escena. Ese no hacer nada tan lleno de sustancia y placeres íntimos casi inconfesables. Aquel ambiente —que imagino cálido, desierto y silencioso— del Portlligat de los años 30, 40 y 50. Incluso el mismo runrún lejano del Tour de Francia en la tele, se parece bastante a mi tarde de verano ideal. Yo entiendo el verano así: improductivo en la superficie, soñador, contemplativo y sensual.
Siguiendo con Dalí, de aquella época datan algunos de sus cuadros más conocidos como El enigma de Guillermo Tell, El espectro del sex-appeal, Mesa Solar, Premonición de la Guerra Civil o La persistencia de la memoria, conocido popularmente como Los relojes blandos, y que le fue “revelado” —según explicó— durante una agitada siesta de agosto, tras haberse comido un queso Camembert derretido por el calor.
Todos estos cuadros forman parte de su etapa surrealista y suelen representar figuras, objetos o personajes desperdigados por paisajes desolados, llenos de extraños espejismos, visiones y sombras alargadas.

Fue precisamente en este tipo de cuadros en los que acabé pensando el otro día cuando, mientras pasaba unos días en Zaragoza, decidí salir a dar una vuelta después de pasar toda la jornada escribiendo en casa. Era un día especialmente caluroso. Estábamos, concretamente, a 38 grados, a pesar de que ya eran pasadas las siete de la tarde.
El calor de Zaragoza es seco e implacable. El sol es despiadado y punzante, y le cuesta esconderse por el horizonte bajísimo del centro del Valle del Ebro. Eso produce atardeceres que duran horas, de sombras alargadas y que quizá explican mi fascinación por los cuadros de Dalí desde que, o especialmente cuando, era un niño.
Al salir a la calle —ya de por sí el barrio no suele estar muy concurrido—, no vi absolutamente a nadie. El calor se colaba en la sombra en forma de brisa ardiente. El silencio, que había decidido respetar dejándome los auriculares en casa, era total. Solo se escuchaba el canto de las cigarras —en Aragón se las llama chicharras, quizá tiene que ver con “achicharrar”— que dominaba el ambiente como si los árboles estuvieran mandando callar.
El taller de coches que te encuentras nada más salir de casa de mis padres estaba abierto, a pesar de todo, pero no parecía que dentro hubiera nadie. Varias herramientas y piezas yacían desperdigadas por el suelo como si el mecánico hubiera tenido que salir a toda prisa o simplemente se hubiera evaporado.
Seguí mi camino, giré en la esquina y salí al parque fluvial por el que a esas horas siempre suele haber personas haciendo deporte y niños jugando en los columpios. Quizá no hace falta decir que no había ni rastro de ellos.
Enfilé la calle que discurre junto al parque y en un cuadrado de césped no muy lejano vi las primeras formas de vida: cinco o seis urracas negrísimas, que caminaban dando saltitos, pero que se frenaron inmediatamente al notar mi presencia, y que se me quedaron mirando con el pico abierto, supongo que de puro calor.
El tráfico, que habitualmente es bastante denso por el Puente de la Unión que tenía justo delante, era casi anecdótico, aunque varios coches y autobuses cruzaban el paisaje de cuando en cuando a toda velocidad, como si no tuvieran intención de volver.
El paseo surrealista acabó unos segundos después, cuando escuché unas voces de dos personas que discutían debajo del puente. Apenas dos siluetas negras que se movían furiosas dibujadas entre los destellos dorados de las aguas del río y que se alejaron de mí, río arriba.
Despacio, por la sombra, cruzándome ya con algunos otros seres humanos, regresé a casa mareado e intentando explicarme de dónde vendrá ese poder del calor extremo de convertir un paisaje en una especie de meditación como dicen que pasa en el desierto. Justo en ese momento me di cuenta de que, obviamente, en los paisajes surrealistas de Dalí la temperatura es de 40 grados, sopla una brisa ardiente y se escucha bien fuerte el chirriar de las chicharras. Por eso a las jirafas se les pueden incendian las crines en cualquier momento.